5.2.13

Semblanza a una vieja casona, “La Villa Sara”


“Villa Sara”: Dos palabras. Pero ¿qué nos dicen? Muchas cosas encerradas en todo un pasado que se fue. Dos palabras que tanto significaron para nosotros. El hogar que por muchos años fue nuestro.

Empezaste a nacer hace ya muchísimos años atrás, después que mi padre no pudo escoger mejor lugar para ti.
Te rodeaba el verdor del campo y el azul del mar.

Cuando te conocí, por primera vez, aún no estabas terminada y aún así, al verte, con los ojos de mi imaginación, sentí que se cristalizaban aquellos cuentos que, años atrás y en las voces de mis tías, arrullaban nuestros sueños infantiles, narrándonos la existencia de castillos encantados habitados por princesas, hadas, ogros y enanitos.

¡Eras tan increíblemente bella! Grande, majestuosa, de níveas paredes adornadas por cuartones de oscura madera que hacían juego con las persianas de las numerosas ventanas que iluminaban tu interior. De tres pisos, amplias habitaciones alegres y luminosas, culminaba aquel singular conjunto un techo a dos aguas, adornado por rojas tejas que ofrecían un contraste armonioso, prestancia y señorío.

Tu albor a la vida se inició en medio de una gran quietud y profundo silencio, sólo acompañado por el sordo rumor de las olas algo cercanas y el susurro del viento. Pero presentías que te habían construido para algún fin, el cual ignorabas.

Un día nos sentiste llegar ¿Qué pasaba? Escuchaste ruidos desconocidos, murmullos de voces, numerosas pisadas y risas infantiles que empezaron a ingresar a tu interior. Te llenaste de alegría porque terminaba tu soledad, pero una gran expectativa te rodeó ¿Qué era todo eso?

Nos aceptaste llena de amor y la tibieza del nuevo hogar nos envolvió a pesar de existir entre tus nuevos moradores sentimientos muy encontrados. Si bien es cierto que los pequeños nos sentíamos felices, los mayores, al legar a ti, habían dejado en un lugar muy lejano a un viejo hogar donde quedaron para siempre alejadas de su mundo anterior, junto con objetos, muebles y enseres, que por haber vivido muchos años en su compañía, habían formado con ellos una parte de su propia vida. Además, la lejanía de todo aquello hizo que fuera más difícil el acostumbrarse a morar en ti.

No podré olvidar el olor de la madera de cedro y la pintura fresca.
Todo respiraba amor y alegría de vivir. Tu amplia escalera, muy cómoda, flanqueada por un barandal de madera que era una obra maestra por el trabajo realizado en ella. Se componía de tres tramos y la iluminaba un inmenso ventanal que, también de tres niveles, abarcaba casi desde el suelo hasta el techo del segundo piso. Del alto techo colgaba una bella lámpara que al encenderse y viéndola desde el exterior parecía una inmensa estrella de maravilloso resplandor. Esto dió lugar a que los vecinos de las chacras cercanas te bautizaran como “La Casita del Bosque” ¡Cuánto hubieras podido contar de nosotros si hubieras tenido la facultad de hablar!

Fuimos creciendo al amparo de tu ternura, de la libertad del campo y el aire puro del mar. Tres hermanos más vieron la luz por primera vez en el hermosos dormitorio de nuestros padres, el que además de ser muy amplio estaba elegantemente amoblado. Tenía, hacia la parte de atrás, un pequeño balcón que al asomarse a él nos permitía abarcar en toda su plenitud la hermosa bahía desde Chorrillos hasta el Callao y la Punta. Desde la ventana del dormitorio que compartía con mi hermana menor, muchas veces acodada en ella, dejaba suelta la imaginación al contemplar extasiada el reflejo de luz de la luna sobre el mar, cual estela plateada, o al mirar las numerosas lucecitas de las casas de los acantilados de Barranco y las del malecón de Chorrillos, pareciéndome ver en ella a sus moradores descansando placidamente en el silencio de la noche. Otras veces, mirando hacia lo alto el oscuro cielo poblado de estrellas, a muchas de ellas las veía tan cerca que estiraba mi mano para tocarlas, y aquella visión celestial me iba llenando de paz y admiración ante la obra creadora de Dios.

El jardín que te circundaba parecía un vergel de colores por la numerosa variedad de flores cuidadas con esmero por un maestro jardinero japonés. De él fui recibiendo enseñanzas relativas al cuidado, siembra y regadío de las plantas, técnica que fui aprendiendo con mucha dedicación. Papá también me enseñó a podar y a realizar injertos sobre todo en los frutales que crecía en la parte interior de la huerta de la casa. Existían numerosos viñedos de fina uva huachana, traídas desde ese lugar por el amigo y arquitecto Ing. Carlos Luna, creador y artífice de nuestra mansión y compañero de estudios de papá, las cuales mi propio papá sembró.

En tiempo de cosecha, apenas amanecía, saltaba de la cama para coger las más grandes brevas de la hermosa higuera del huerto o los melocotones jugoso y sabrosos, producto de los injertos de las más finas especies. Para mí las plantas eran mis mejores amigas, las cuidaba con cariño, gozaba introduciendo mis manos en la oscura tierra fértil y luego depositar en ella las semillas seleccionadas por mí. Luego, después de una corta espera, veía surgir numerosas yemitas verdes muy pequeñitas, que me significaban el premio mayor a mis esfuerzos realizados con tanta ilusión.

Otro ambiente que me apasionaba era el confortable escritorio de papá. Sobrio, hermoso, con muebles finos forrados en terciopelo marrón y crema. Tenía adosado en las dos esquinas del al lado del arco divisorio del salón dos anaqueles de madera con muchas divisiones que contenían las más variadas y selectas colecciones de libros de mucho valor. Desde muy pequeña tuve gran atracción por los libros desde que mis tías Esther y Raquel diariamente a mi hermano Lisandro y a mí nos enseñaban los maravillosos libros de “El Tesoro de la Juventud” , famosa colección de 20 tomos de hermosas láminas, narraciones y mil enseñanzas que nos permitía ir descubriendo el mundo.

En mis tiempos de escolar, recuerdo que mis trabajos los realizaba frente a un escritorio muy antiguo de caoba con numerosos cajoncitos y cuyo tablero me servía como carpeta, forrada de paño verde, para ponerme a escribir o dibujar, alumbrándome con una lámpara increíblemente bella de papá. Sentada en un cómodo sillón cuyos brazos remataban con dos cabezas de leones, se me pasaba el tiempo sin sentirlo cuando, entretenida, también me dedicaba a leer cuanto libro podía que estuviera al alcance de mi edad.

¡Querida Villa Sara! Tú no sólo nos acogiste a nosotros, sino que en más de una oportunidad albergaste con el mismo amor a nuestros familiares que necesitaron de tu amparo y abrigo. Cuando en tus lindos ambientes se realizaban reuniones y fiestas, compartías nuestra alegría, resplandeciente de luz, multiplicada ésta por los prismas de cristal de tus hermosas lámparas que adornaban el salón, y la farola del tercer piso, la que se podía admirar desde abajo a través de una baranda interior de forma ovalada, cuyos detalles hacían juego con los de la amplia escalera.

Tenías rincones y lugares de mi predilección. Me parece verme aún en el recoveco de la escalera donde se encontraba un muebles ortofónico, novedoso y sonoro donde colocaba los numerosos discos que me deleitaba escuchar. Otro lugar era tu salita pequeña, donde se respiraba mucha paz. Estaba amoblada al estilo Luis XV, único conjunto que se trajo de Lima.
Sus sillas y sillones de madera de altos respaldares terminaban con adornos de puntas labradas. Su mesita de centro, un primor. Sólo desentonaba en ese lugar el piano-pianola, mueble moderno que nunca pudo reemplazar al fino piano de concierto con amplia cola de mi tía Raquel. Siempre me pregunté por qué no lo trajeron también. Se quedó olvidado… Su belleza le hubiera dado mucho más realce a tan lindísimo salón. Era negro, de ébano, y relucía su madera como si fuera un espejo. Tenía una sonoridad que a pesar de ser yo tan pequeña, en la casa vieja, cada vez que mi tía lo tocaba ofreciendo verdaderos conciertos, me sentía llena de algo indescriptible. Aún recuerdo sus pequeñas manos volar sobre el teclado, arrancándole melodías impregnadas de algo tan profundo que yo no llegaba a comprender....

Las vivencias de todos los que te habitamos son tantas y de tantos contrastes que sería un sin fin el poderlas relatar. Sólo puedo decir que hubieron momentos imborrables, sobre todo cuando nos acompañaron por dos años los tíos Cárdenas Rondón y sus familias. Fuimos todos tan felices, que ese tiempo quedó para siempre materializado en nuestros corazones.

También conocimos lo que era el dolor, un intenso dolor, cuando nos dejó para siempre nuestra inolvidable tía María Mercedes. Sobre todo para mí. Esa partida me sumió en una terrible soledad.
Fueron días de indescriptible congoja en los que no podía hallar consuelo alguno. Tuvo que pasar un largo tiempo y después de luchar conmigo misma, logré poco a poco aceptar la realidad. Esa realidad del lado oscuro de la vida que de un zarpazo me arrancó lo que de ella sólo conocí hasta entonces: amor y sólo amor.

En la parte de atrás de la casa y como protegiéndola, existía el abrazo una hermosa pérgola compuesta de pilares y que sostenía la amplia ramada de madera donde trepaban las enredaderas. Además, en la parte baja, las jardineras de rojos ladrillos ofrecían el color variado de innumerables geranios de suave perfume. Esta pérgola era ancha y enlocetada y en ella jugábamos con nuestros patines, pelotas o muñecas, sobre todo cundo nos visitaban los primos o amigos que, junto con nosotros, disfrutaban del alboroto y la alegría.

En el lado derecho de la casa y al fondo estaban construidos varios corrales con todo lo necesario para que mamá pudiera alojar en ellos a sus numerosas aves de corral. Ella gozaba el tener bajo su cuidado a innumerables razas de gallinas finas, las que nos proporcionaban abundantes huevos. En la época de enclueque y luego de 21 días comenzaban a aparecer orondas y orgullosas , seguidas de verdaderas estelas de polluelos de diversas raza y colores.

En el jardín cercano estaba construída una laguna donde los patos y gansos disfrutaban del frescor del agua. Yo ayudaba a mi mamá cuidando también a sus animales, gustándome mucho el darles de comer y recolectar los huevos ¿Y el palomar? Ni qué decir. Muy temprano se elevaba sobre él una estela emplumada que luego de elevarse y formar numerosos arabescos en el cielo, descendían para alimentar luego a sus numerosos polluelos.

Me acompañan muchos recuerdos de ese pasado que los deleito con placer y también con tristeza, ya que eran los momentos de reunirnos en el comedor. Era este comedor muy amplio y rodeaba sus paredes un zócalo de fina madera tallada. Al fondo, con vista a la pérgola, la pared formaba una media luna rodeada de ventanas que dejaban pasar la luz a raudales, pudiendo contemplar también a través de ellas el ancho mar azul. Adosado a la pared se encontraba un asiento continuo forrado en fino terciopelo.

Las sobremesas, especialmente a la hora del almuerzo, eran la reunión de grandes y chicos y entre bocado y bocado se sucedían diálogos, comentarios y bromas, dando al ambiente un toque de originalidad, ya que nos sentábamos alrededor de la larga mesa tres generaciones. El barullo y la alegría adornaban esos momentos gratos de gran calor humano y era muy difícil poner orden, sobre todo por los pequeños.

Por largo años te sirvieron fieles empleados que cuidaron de ti con gran cariño y dedicación. Recordando al fiel Francisco, el que salvó a mamá de quedar atrapada en la cocina por haberse inflamado el kerosene, penetrando con valor entre las llamas y lográndola sacar sin daño alguno. Y ni que decir de la fiel Melchora, nuestra cocinera que, como buena arequipeña, a pesar de ser mayor, tenía gran fortaleza que la demostraba diariamente al cargar sobre sus hombros el costalillo lleno de víveres que traía del mercado. Yo siempre la esperaba cuando no tenía clases en el colegio, porque me gustaba ayudarla, y así entre cosa y cosa me enseñó muchos secretos de cocina.
Además, a pesar de su humilde condición, me solía dar consejos que no los olvidé ni a pesar de los años.

Pasaron luego los años y en ellos gozamos ampliamente de ti. Nos sentíamos seguros por el abrigo que nos brindabas, aún en los peores momentos de dificultad económica. Cuando se produjo el fuerte sismo del año 40 lo resististe a pie firme, pues a pesar de las tremendas sacudidas, no sufriste daño alguno, debido a la nobleza de tu construcción y de tu estructura fuerte y flexible. Pero, cuando menos lo esperábamos, nos enteramos de algo que nos desgarró el alma ¡Te acabábamos de perder! ¡Ya no eras nuestra! No lo podíamos comprender ni aceptar ¿Qué habría pasado?... cosas de la vida.

Recuerdo que esa noche, a solas en mi cuarto, me acosté, y hundiendo la cara en la almohada lloré sin consuelo, calladamente, para no aumentar el dolor de mis padres que dormían en el cuarto contiguo. No quiero ahondarme en estos recuerdos y de los hechos que sucedieron después porque me van a dañar.
Solo puedo decir que, después de un corto tiempo, te abandonamos para siempre. Para no volver nunca más.

¿Cómo te habrás sentido al quedarte sola? ¿Volviste al pasado quieto y silencioso de tus primeros años? Ya no pudo ser igual. Entre tus paredes se quedaron los ecos de cada uno de nosotros, tan vivos en ti, que es muy posible que por largo tiempo aún resonaron en tu interior nuestros pasos, risas y llantos. Y mi jardín lentamente empezó a sentir mi ausencia, y en vano mis queridas plantas aguardaron el calor de mis manos y el agua fresca de los riegos que ya no pudieron calmar su sed ¿Hasta cuándo nos habrás esperado?

A veces imagino que las casas tienen alma. Distinta a la nuestra pero formada por las sensaciones humanas que en ellas habitan por largo tiempo. Es como una energía que demora en desaparecer. Y si no, ¿por qué nuestra amada casona no permitió después que nadie más la habitara? Ella y nosotros llegamos a formar un todo que nunca se resignó a ser separado y menos permitirlo por personas ajenas. Es por eso que, a pesar de haber tenido varios dueños, por algo que ignoramos, los fue auyentando uno a uno, hasta quedarse abandonada por mucho tiempo.

Casona querida, seguramente te sentiste profundamente herida en tu altivez cuando fuiste ocupada por un comando de la policía, al tomar posesión de ti.
Ese fue el peor ultraje que podías soportar. Se profanó tu señorío de mansión grande y majestuosa. Fueron tan terribles tus protestas ante ese atropello, que lograste que el personal que habitaba llegara a sentir verdadero terror. Clausuraron el tercer piso y trataron en lo posible de no quedarse a solas contigo. Luego, un día también, te abandonaron.

El actual propietario dictó tu sentencia y te ha hecho desparecer. Te has perdido en el tiempo, has caído víctima del progreso y nos has dejado tan tremendamente acongojados que el dolor de perderte, aunque ya no nos pertenecieras, es tan profundo que difícilmente te podamos olvidar.

No quiero ni tengo valor para contemplar el vacío que ha quedado donde antes te erguías tan linda y tan nuestra. Quiero que tu imagen se quede grabada en mis retinas ya que no puedo aceptar la triste realidad de tu desaparición. Sólo sé que en el lugar que antes ocupaste quedarán para siempre marcadas, indeleblemente, nuestras pisadas de adultos y de niños.

Tú naciste para nosotros y sólo con nosotros hubieras seguido viviendo feliz. Nadie te arrancará de nuestros recuerdos. Nuestros corazones seguirán latiendo para ti y añorándote con ternura, tal como nos acogiste y cobijaste por tantos años. Sé que para ti habrá sido una liberación el haber caído sin protestar, mansamente. Has preferido que haya sido así antes de volver a vivir el desencanto de nuestra ausencia definitiva.

¡Mi vieja y amada casona, hasta siempre!

Cucha 


1991

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